martes, 15 de noviembre de 2016

Siendo música.



Después de muchos sábados en aquel bar pequeño y perdido en el casco viejo de una ciudad cualquiera, un bar de suelo de madera, posavasos viejos y grandes ventanales para conseguir el mínimo de luz que el encontrarse entre callejuelas permitía, advirtió que quería hacer el amor con un músico. Sí, con un músico.
Llegó allí con botas de agua, huyendo del frío del que su gabardina beige no le protegía, y con el crujir del suelo bajo sus pies.
Un antiguo reloj de pared daba las siete menos diez de la tarde y la noche ya comenzaba a inundar las calles.
Se sentó en la que era su mesa de siempre, y esperó a que le trajesen un café bien cargado mientras observaba la calle a través de las ventanas para ver a qué hora exacta se encendían las farolas.
El camarero le acercó el café y dos sobres de azúcar. Le sirvió un vaso y ella observó como la leche se teñía de una tonalidad marrón más oscura que la de su gabardina y se precipitaba hacia el fondo de la taza.
Utilizó la cucharilla para mezclar el café y sonrió con el tintineo de la taza que exhibía la porcelana.
Y entonces el sonido se perdió tras un agudo. Tal vez un si o un mi, un sonido brillante que se mantuvo en el aire durante varios segundos y que consiguió la atención y el silencio de todos los presentes.
Al fondo había un chico, con los dedos colocados sobre las cuerdas de un violín, el cuello inclinado y el arco dispuesto a hacerlo sonar. A su lado el acompañante a piano, que con la misma disposición que el violinista colocó los dedos sobre las teclas.
Entonces comenzó el piano y el violinista cerró los ojos, susurró algo para sí mismo y después de hacer un vaivén melódico con su cuerpo empezó a tocar. El arco acarició las cuerdas y él deslizó sus dedos sobre el diapasón. Era rápido, ágil y dulce, casi tímido.
Ella mantuvo el calor entre sus manos y mientras observaba al dúo dio un trago al café. Éste dejó una huella de fuego por todo su cuerpo.
Se recostó sobre la silla y entornó los ojos.
El violinista con vehemencia llenó el bar de agudos,  cada vez apretaba los ojos con más fuerza y sus movimientos eran más rápidos. Y fue entonces cuando se imaginó a sí misma siendo música, llenando los vacíos que solo una buena melodía alcanza. Abandonándose al arpegio de sus dedos, aumentando el ritmo, prestando atención a los matices y sin dejar de perder el compás. Se imaginó recostándose sobre el pentagrama para improvisar la melodía perfecta y alcanzar la máxima expresión de intensidad de la música; el clímax. Sin importar que éste provocara la disonancia y se perdiera  en el aire la diatónica que completa su sistema tonal. Y se imaginó volviendo a la métrica ligando los suspiros, coordinando la respiración y manteniendo los pulsos.
Se imaginó siendo arte, hasta que acabó la música, la envolvió la noche, se hizo paso a los aplausos. Y al darle un nuevo trago a su café ya frío, volvió a la realidad.



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