martes, 2 de septiembre de 2014

Vivencias del olvido.



Miró hacia atrás y cuando lo hizo vio recuerdos enlazados en pupilas, sueños abandonados en cuadernos de anillas y el miedo escondido en sus bolsillos, pero no vio lo que quería ver, no la vio a ella.
Así que vivía con los puños cerrados, siempre preparado para golpearme si notaba mi presencia. Pero en aquellos puños no solo guardaba la rabia de un hombre al que le han quitado todo, también guardaba el roce de unas manos que un día acariciaron las líneas de su piel. Guardaba los latidos de un corazón que a veces sentía que palpitaba para él y el último rastro de sus besos.
Guardaba todos esos rasguños de amor esperando que cicatrizasen para que no pudiese llevármelos, ya había perdido demasiado cuando un día intentó recordarla y no pudo... A pesar de ser mi culpa, responsabilizó a sus retinas y a su memoria, o puede que solo a él mismo por no haber memorizado sus rasgos tan bien como sus manos lo hicieron con sus curvas.
Él se preguntaba cómo podía ser capaz de sentirla cada noche en su cama, revolviéndose en sus sueños hasta enredarse en las sabanas, entre sus piernas o en su cuerpo... Escuchar su risa y oler los vestigios de su presencia y no poder ver su cara al cerrar los ojos.
Jamás reparó en mí y en lo canalla que puede ser mi existencia.
Aún así todavía sabía describirla por todos aquellos relatos que escribió sobre ella y las historias que vivir en un futuro.
Un porvenir de sueños que ahogó incluso al fuego porque parecía que ni éste era capaz de soportar tanta pena.
Y él agradeció la casualidad como el mejor pésame que podían darle porque aquel día no fue el único en aquella casa que la echaba de menos. Y de la misma manera se sintió comprendido, alguien o algo había entendido el mensaje, su vida también se apagaba cuando se consumían los recuerdos.
Y no me preguntéis por qué no le arrebate también esos, supongo... que por compasión o lástima.
Estuvo esperando semanas con las cenizas de ambos, las de ella y las suyas hasta que por fin salió un día nublado que olía a tormenta, no por hacerlo más dramático y regodearse de su desgracia... Tan solo porque a ella le gustaba la lluvia.
Así que se acercó a aquel acantilado y con pulso tembloroso dio un último beso a la urna para abrir y dejar volar a la persona que más había querido y a los sueños que jamás podrán cumplir.
Tendríais que haber visto su entereza, la manera en que recobró el pulso con la caja ya vacía bajo su brazo y la lluvia calándole hasta los huesos, como lo hacía su dolor.
Fue entonces, cuando volvía, cuando me retó a un pulso y lo ganó, consiguió verse con veinte años menos, aquel pelo ridículo, unos pantalones de pana y una camisa a cuadros, sonriéndole a su vida; sonriéndole a ella, que agarrada a su brazo conseguía vaciarle los bolsillos de sus miedos en cada carcajada.
Y de repente la vio.
Yo me desvanecí.
La vio con sus facciones suaves, su piel clara y el pelo rizado marrón, con los labios curvados devolviéndole la sonrisa y los ojos entornados de alegría. Con sus pestañas largas y nariz respingona.
Veinte años más joven, como él, pero la vio en su mente y con eso le bastaba así que apretó los puños con tanta fuerza mientras memorizaba los detalles que me fue imposible volver a hacerle olvidar, y ahora que ha conseguido deshacerse de mí sé que no me va a volver a sentir porque no piensa volver a perderla.


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