¿Así que esto es el miedo?
Pensó para sí mientras intentaba distinguir el iris de sus
pupilas. Tenía los ojos tan negros que necesitaba mucha luz proyectada en ellos
para poder discernir si estaban contraídas o dilatadas. Siendo a veces ese
pequeño cambio casi imperceptible el único cariz de emoción que podía hacerte
saber su estado de ánimo.
La boca del estómago encogida, como si estuviese preparada para
recibir un puñetazo, espesaba el aire hasta su diafragma haciendo que el oxígeno
pareciera impregnado de algo pegajoso que le cerraba la garganta. ¿Llanto a lo
mejor? ¿Ganas de gritar? Probable. Pero tenía todos los músculos de su cuerpo
tan agarrotados que le era imposible hacer cualquiera de las dos cosas pese a
lo mucho que lo necesitaba.
Su imagen en el reflejo se distorsionaba cuanto más la
miraba, totalmente ajena a sí misma, aquello que veía no correspondía con lo
que conocía. Solo había vértigo, vértigo dentro. Y el miedo como único hilo
conductor que le hacía sentir que seguía viva. Porque por lo demás, como estar
muerta.
¿Y el día? A juego con ella. Gris tormenta.
Así que salió al balcón. Caminaba de lado a lado con los
pies descalzos. Dejando huellas en el suelo terraza. Sintiendo el frío en las
plantas de los pies. Y la condensación en las ventanas. Ni los relámpagos la
sorprendían. Se sentía parte de un todo en el que se sabía insignificante.
Ella, que no se había permitido nunca fallar, allí estaba, protegiéndose
el lado derecho del abdomen.
Otro trueno.
Y se desencadena la risa.
Hueca rebota entre su lengua y el paladar. Sabe a sarcasmo.
Amarga. Pero destensa el cuello hasta el lagrimal. Y entonces se rinde. Y se
golpea el pie descalzo contra el sillón de cuadros abandonado a las vistas de
la ciudad. Y el dolor físico le hace llorar el profundo. Y se deja caer. Hasta
el fondo. Y con los ojos cerrados solo se ve negro y algunos destellos flotantes,
dispersos, huidizos.
Y así, abrazada a su propio estómago, se llueve la cara
hasta que se apagan las luces.